Cualquier crítica es siempre bienvenida

viernes, 18 de septiembre de 2015

Me he replanteado tantas veces cómo sería mi vida si me guiase por impulsos, que creo que se me ha pasado ya un buen trozo y sigo estancada en el mismo punto del camino.
Y es que, ¿quién no se ha sentado alguna vez a solas consigo mismo y se ha preguntado qué habría pasado si hubiese hecho esto y no lo otro?
Si hubiese besado a la puta y no a la dama.
Si hubiese adoptado a un niño huérfano en vez de a un perro.
Si hubiese dicho un 'te quiero' a tiempo.
Si se hubiese dejado llevar...

Pero hay que reconocer que los impulsos no están hechos para todo el mundo.
Que a todos nos gusta correr cuesta abajo, pero a muchos nos acojona no tener frenos.
Y reconozco que yo soy así.
Que te besaría 
delante de cientos de gilipollas
con la mirada perdida
en nuestros labios
y al llegar a casa
me lamentaría una y otra vez
por no haberles tapado los ojos
y haberte hecho el amor. 

Hoy haría tantas cosas de las que mañana me arrepentiría que me faltaría vida para contártelas todas.
Pero prefiero pensar,
que me queda mucha vida
para hacer de todo
y no contárselo a nadie.



Hace más de un mes
que decidí empezar de cero
y aquí sigo restándole
tus sonrisas a mi calma.

Pero siento decirte que tu recuerdo se está petrificando.
Que no está vivo, que ya no late.

Puedo sentarte en mis rodillas
y contarte con toda certeza
que se me han muerto las mariposas
y no creo que vuelvan otras en mucho tiempo.

Lo sé porque lo siento.
Lo tuyo no.
Ni a ti.
Ni a mí.

Lo sé porque me acuerdo cuando estaban
y era mágico
y precioso
y emocionante
y dañinamente humano
y permanentemente efímero.
Como tú cuando sentías. Como tú cuando vivías.

Ahora ya todo ha cambiado.
Todo el mundo parece haberse ido de repente
y yo sigo anclada en el mismo lugar
al que volví a rastras
con la confianza sangrándome en las manos.

Es cierto, sigo aquí.
Pero ya no sangro.
Ni me arrastro.
Ni me quedo.

Así que entérate de una vez
que así como decidí no quedarme
y sí marcharme
y no llamarte
y tú no buscarme,
nunca jamás volveré a amarte.





viernes, 11 de septiembre de 2015

Aquel beso inesperado
me llenó en un segundo
el alma
de colores.

Y no hablo de colores primarios; sino de colores que bailan, se mezclan y dan como resultado la tonalidad más increíble que hayas visto jamás. Una tonalidad que cambia según la intensidad de cada matiz, pero al fin y al cabo, puro arte.
Eso eras tú, arte.
Recuerdo cómo esculpí una y otra vez tu cuerpo en forma de fotogramas cada vez que aquel maldito reloj daba la media noche. Todo estaba en blanco y negro y tú contrastabas tan bien que incluso llegó a asustarme tu belleza incomprensible.
Tampoco olvido el día en el que te usé de lienzo y pinté todo mi dolor en forma de mariposas. Mariposas de caricias que adornaban tu piel vacía y exenta.
Mariposas pasajeras que parecían encontrarse en casa.

Al fin y al cabo insectos con alas, para que así todo mi sucio pasado se esfumase a otros cuerpos que no fuesen los nuestros.

Añoro moldearte como el artesano da vida al barro,
pues yo también te daba la vida con cada una de mis miradas.

Era tanto lo que me provocó aquel dulce posar de tus labios,
que hoy,
aún estando tan cerca
y a la vez tan lejos,
rezando por no pensarte
y pensando por no buscarte,
sigo cerrando los ojos
a la espera de olvidar
al menos por un instante
cómo de viva me sentí
con tu boca enganchada
a las arrugas de mi frente.

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Nunca había conocido un corazón con unos brazos tan grandes,
que me sujetase en todas mis caídas emocionales.
Pero ahí estaba él.
Era un alma completamente domesticada por la esencia de la vida. Un alma pura, un alma libre...
Y yo quise atraparla en cuánto lo vi pulcro; vestido de gala con ese traje tan característico.
Tenía unos bolsillos enormes, casi tan grandes como sus ojos grises. 
Gris era también el color de su corbata, la cuál se veía perfectamente sobresalir de forma extraña como consecuencia de no haber sido atada con mucha agilidad. 
Era un desastre con manos grandes, pecas infinitas y pelo alborotado. Qué perfección, joder.

Además de eso, me besaba los pecados como nunca antes me habían besado a mí.
No tenía reparos en lamerme las heridas del pasado (como si se fuesen a curar tan fácilmente...)
No le importaba sentarme en sus piernas y contarme una y otra vez por qué me quería tantísimo.
Era un hombre de cojones, un hombre acojonante...

Un día volví a casa después de salir a correr y lo vi sentado en aquel banco parcialmente mutilado.
No entendía nada.
Lo vi tan apenado que el corazón se me dobló siete veces, una por cada vida que acababa de perder al ver esos ojos tan apagados.
-¿Qué te pasa, cariño?- le pregunté acercándome casi sin aliento.

Recuerdo aquel día como el día en el que lo vi sollozar como un niño pequeño. Lloraba y se lamentaba por no poder vivir "una vida completa al tenerme" con la misma facilidad con la que yo la vivía.
No hablaba de desamor. Ni tenía una actitud suicida. Simplemente, hacía mención a la cardiopatía que no le dejaba ser él y de la cuál no os he hablado. 
Ni os he hablado ni os hablaré. Porque algo que le quitaba la sonrisa al amor de mi puta vida no merece ser nombrado jamás.

Recuerdo aquel día como el día en el que dos segundos después de que aquella confesión anidara en mi alma, empecé a llorar yo también.
Quizás por arrepentimiento, quizás por mi mala vida... no lo sé muy bien. La cosa es que aquella emoción fructífera se había adueñado de mi conciencia y parecía no querer irse en mucho tiempo.
Yo jamás había mirado la vida de una forma tan positiva. Sin embargo, tenía razones de sobra para hacerlo.
Tenía un hogar, que era él.
Tenía una vida bonita, que era él.
Tenía ilusión por vivirla, que era él.
Tenía amor para dar, que era para él.

Todo se resumía a su jodida presencia. Y eso, aunque no lo creáis, era lo que me mantenía a flote cada día.
Me mantenía a flote cuando me sumergía en los vasos de whisky, intentando buscar alguna razón para no seguir perenne en bares de mala muerte. Pero no conseguía hallar algo lo suficientemente fuerte a lo que aferrarme, que me sacase de aquella rutina tan sucia y mortal.
Yo era todo lo contrario a él. Podrida, desorientada, con la vida en los bolsillos y el pantalón muy roto. A pesar de eso, a pesar de lo agujereado que estaba mi corazón, él me quería tal y como era.

Aquel día llegamos a casa e hicimos el amor de la forma más tierna que conozco: con la mirada.
Fue un polvo deseado, furtivo, casi fulminante... pero fue un polvo inolvidable.
Me encendía por dentro cada vez que hundía su cuerpo en mí y me gemía al oído que lo era todo para él. Todo, joder, todo...
Creo que fue aquello lo que me abrió los ojos como segundos antes el placer me los había cerrado.
Se quedó dormido después del goce casi pactado, y lo vi soñar que vivía. Su ilusión me tocó tan hondo que parecía que las flechas de Cupido se hubiesen quedado atrapadas en mis entrañas y él mismo estuviese tirando de ellas para recuperarlas.
Maldita sea, cuánto le quería...

Recuero aquel día como el día en el que dejé una nota sencilla (pero llena de sentimientos y lágrimas) encima de la mesita de noche.

"Una vez te juré que mi corazón era tuyo.
Nunca imaginé que lo que siento por ti haya convertido dicho hecho en realidad literal.
Te quiero muchísimo"

Sin más demora me desnudé, hundí mi puño derecho en mi pecho y saqué aquel corazón tan sano de su escondite.
Supe que ya nada volvería a ser lo mismo.
Que añoraría bucear y escuchar sus latidos.
Que echaría de menos que se encogiese tras rupturas inesperadas.
Que ya no tenía órgano vital.

Pero qué puta cosa era más vital que verle dormir, a sabiendas que cuando despertase se encontraría de pleno con una vida completamente nueva. La vida que él siempre había deseado.
Le dí un beso en los labios, otro en la frente y dejé aquel amasijo de carne al lado de la nota previamente escrita.
Poco después me largué en busca de otro vaso de whisky, a sabiendas de que ni todo el alcohol del mundo podría hacerme tan feliz como lo que acababa de hacer.
A la mierda la cardiopatía.