Nunca había conocido un corazón con unos brazos tan grandes,
que me sujetase en todas mis caídas emocionales.
Pero ahí estaba él.
Era un alma completamente domesticada por la esencia de la vida. Un alma pura, un alma libre...
Y yo quise atraparla en cuánto lo vi pulcro; vestido de gala con ese traje tan característico.
Tenía unos bolsillos enormes, casi tan grandes como sus ojos grises.
Gris era también el color de su corbata, la cuál se veía perfectamente sobresalir de forma extraña como consecuencia de no haber sido atada con mucha agilidad.
Era un desastre con manos grandes, pecas infinitas y pelo alborotado. Qué perfección, joder.
Además de eso, me besaba los pecados como nunca antes me habían besado a mí.
No tenía reparos en lamerme las heridas del pasado (como si se fuesen a curar tan fácilmente...)
No le importaba sentarme en sus piernas y contarme una y otra vez por qué me quería tantísimo.
Era un hombre de cojones, un hombre acojonante...
Un día volví a casa después de salir a correr y lo vi sentado en aquel banco parcialmente mutilado.
No entendía nada.
Lo vi tan apenado que el corazón se me dobló siete veces, una por cada vida que acababa de perder al ver esos ojos tan apagados.
-¿Qué te pasa, cariño?- le pregunté acercándome casi sin aliento.
Recuerdo aquel día como el día en el que lo vi sollozar como un niño pequeño. Lloraba y se lamentaba por no poder vivir "una vida completa al tenerme" con la misma facilidad con la que yo la vivía.
No hablaba de desamor. Ni tenía una actitud suicida. Simplemente, hacía mención a la cardiopatía que no le dejaba ser él y de la cuál no os he hablado.
Ni os he hablado ni os hablaré. Porque algo que le quitaba la sonrisa al amor de mi puta vida no merece ser nombrado jamás.
Recuerdo aquel día como el día en el que dos segundos después de que aquella confesión anidara en mi alma, empecé a llorar yo también.
Quizás por arrepentimiento, quizás por mi mala vida... no lo sé muy bien. La cosa es que aquella emoción fructífera se había adueñado de mi conciencia y parecía no querer irse en mucho tiempo.
Yo jamás había mirado la vida de una forma tan positiva. Sin embargo, tenía razones de sobra para hacerlo.
Tenía un hogar, que era él.
Tenía una vida bonita, que era él.
Tenía ilusión por vivirla, que era él.
Tenía amor para dar, que era para él.
Todo se resumía a su jodida presencia. Y eso, aunque no lo creáis, era lo que me mantenía a flote cada día.
Me mantenía a flote cuando me sumergía en los vasos de whisky, intentando buscar alguna razón para no seguir perenne en bares de mala muerte. Pero no conseguía hallar algo lo suficientemente fuerte a lo que aferrarme, que me sacase de aquella rutina tan sucia y mortal.
Yo era todo lo contrario a él. Podrida, desorientada, con la vida en los bolsillos y el pantalón muy roto. A pesar de eso, a pesar de lo agujereado que estaba mi corazón, él me quería tal y como era.
Aquel día llegamos a casa e hicimos el amor de la forma más tierna que conozco: con la mirada.
Fue un polvo deseado, furtivo, casi fulminante... pero fue un polvo inolvidable.
Me encendía por dentro cada vez que hundía su cuerpo en mí y me gemía al oído que lo era todo para él. Todo, joder, todo...
Creo que fue aquello lo que me abrió los ojos como segundos antes el placer me los había cerrado.
Se quedó dormido después del goce casi pactado, y lo vi soñar que vivía. Su ilusión me tocó tan hondo que parecía que las flechas de Cupido se hubiesen quedado atrapadas en mis entrañas y él mismo estuviese tirando de ellas para recuperarlas.
Maldita sea, cuánto le quería...
Recuero aquel día como el día en el que dejé una nota sencilla (pero llena de sentimientos y lágrimas) encima de la mesita de noche.
"Una vez te juré que mi corazón era tuyo.
Nunca imaginé que lo que siento por ti haya convertido dicho hecho en realidad literal.
Te quiero muchísimo"
Sin más demora me desnudé, hundí mi puño derecho en mi pecho y saqué aquel corazón tan sano de su escondite.
Supe que ya nada volvería a ser lo mismo.
Que añoraría bucear y escuchar sus latidos.
Que echaría de menos que se encogiese tras rupturas inesperadas.
Que ya no tenía órgano vital.
Pero qué puta cosa era más vital que verle dormir, a sabiendas que cuando despertase se encontraría de pleno con una vida completamente nueva. La vida que él siempre había deseado.
Le dí un beso en los labios, otro en la frente y dejé aquel amasijo de carne al lado de la nota previamente escrita.
Poco después me largué en busca de otro vaso de whisky, a sabiendas de que ni todo el alcohol del mundo podría hacerme tan feliz como lo que acababa de hacer.
A la mierda la cardiopatía.